OPINIÓN
26 de octubre de 2025
“Palabras, política y responsabilidad: el límite del discurso público”

por Cristian Ferreyra (REDES SOCIALES)
Hay momentos en la política local que, más allá de la coyuntura, invitan a reflexionar sobre algo más profundo que la mera disputa partidaria. Lo ocurrido en Magdalena con las declaraciones del presidente del Partido Justicialista, Juan Carlos García, y el posterior repudio de la Unión Cívica Radical, es uno de esos episodios que dejan ver —con crudeza— cómo las palabras pueden pesar más de lo que sus emisores imaginan.
No se trata aquí de juzgar a una persona, ni de hacer leña del árbol caído. Tampoco de amplificar una controversia que, con el paso de los días, se fue diluyendo. Se trata de analizar el alcance simbólico de lo que se dice cuando se ocupa un rol público, y el modo en que la sociedad reacciona ante los excesos del lenguaje.
🧩 Las palabras importan. Esa fue, precisamente, una de las frases más destacadas del comunicado de la UCR Magdalena. Una expresión sencilla, pero cargada de sentido. En tiempos donde el debate político se da muchas veces en tono de espectáculo, donde la consigna reemplaza al argumento y la provocación sustituye al diálogo, recordar que “las palabras importan” es casi un acto de resistencia democrática.
Lo que ocurrió es conocido: en un acto político en Bartolomé Bavio, García pronunció una frase desafortunada que fue interpretada como una alusión autodestructiva. El radicalismo local respondió con un documento categórico, calificando esos dichos como “un límite que como sociedad no podemos tolerar”.
Más allá del contenido literal, el punto en cuestión es la responsabilidad del discurso. En política, las palabras no son inocentes. Son actos. Tienen consecuencias. Marcan clima, predisponen estados de ánimo, alimentan o apaciguan tensiones. Y en un momento donde la violencia verbal está a flor de piel —desde los debates televisivos hasta los pasillos municipales—, una frase fuera de lugar puede convertirse en un catalizador de divisiones.
📢 Ahora bien, hay que decir también que Juan Carlos García no se escondió. Dio la cara, pidió disculpas públicamente y explicó el contexto. Reconoció su error con una frase que vale subrayar: “Fue un exabrupto y una expresión desafortunada.” Luego fue más allá: “Quiero dejar en claro mi respeto absoluto por la salud mental, y es en ese aspecto donde más quiero pedir perdón.”
Esa aclaración no es menor. Porque el eje del debate no se limita a lo político, sino que toca una fibra sensible: la salud mental y el tratamiento público que le damos como sociedad. En un país donde el sufrimiento emocional suele ser estigmatizado o banalizado, introducirlo en la arena política como recurso retórico o como gesto simbólico puede ser muy peligroso.
García, con sus disculpas, pareció entenderlo. Y quizás ese sea el punto de inflexión que este episodio deja como enseñanza: equivocarse no es el problema; lo grave es no reconocerlo.
⚖️ Por su parte, el comunicado de la UCR fue firme, institucional y sin estridencias. Evitó caer en el golpe bajo y apeló al respeto como valor transversal. “La política debe ser ejemplo, no espectáculo”, concluyó el texto. Y aunque pueda parecer una frase de manual, en tiempos donde el show ha colonizado el espacio público, esa sentencia suena casi revolucionaria.
Sin embargo, también cabe una reflexión: ¿cuánto del repudio político es genuina defensa de valores, y cuánto es parte del juego estratégico de marcar territorio?
La política, como toda actividad humana, está atravesada por la tensión entre la convicción y la conveniencia. Y es natural que un hecho de este tipo se utilice —con mayor o menor sutileza— para fijar posición o mostrar diferencia.
Pero más allá de las lecturas partidarias, el caso dejó algo claro: la sociedad está observando con atención. En los comentarios, en las redes, en las charlas entre amigos, muchos vecinos coincidieron en un mismo punto: hay un límite entre la pasión y la agresión, entre el error humano y el daño simbólico.
🧠 El propio García, en la segunda parte de su descargo, introdujo otro elemento interesante. Habló de la “doble vara” en la política y de los silencios frente a declaraciones de otros espacios, en este caso de candidatos de La Libertad Avanza. Su argumento es atendible: no hay neutralidad posible si sólo se condena según quién hable.
Y ahí también hay una lección pendiente. En Argentina, la coherencia es un bien escaso en la política. Se reacciona más por identidad partidaria que por convicción ética. Se condena al adversario con dureza, pero se justifica al propio con indulgencia. Y ese doble estándar erosiona la confianza pública tanto como los exabruptos.
Lo cierto es que, si la clase política quiere recuperar credibilidad, deberá ser coherente en algo tan simple como esto: rechazar la violencia y cuidar el lenguaje, venga de donde venga.
📍 Magdalena no escapa a las lógicas nacionales. Las tensiones, los chispazos y las grietas discursivas que se ven en el Congreso o en los medios nacionales también se reflejan en el ámbito local, a escala más íntima pero igual de intensa. En los pueblos, la política no se discute a la distancia: se discute cara a cara, en la calle, en la plaza, en el almacén. Por eso mismo, cada palabra tiene un eco más fuerte.
Y ese eco puede construir o destruir. Puede abrir diálogo o sembrar resentimiento. Puede convocar o excluir.
🔚 En definitiva, este episodio deja al menos tres enseñanzas:
1️⃣ Que los líderes políticos deben cuidar su lenguaje, porque sus palabras moldean el clima social.
2️⃣ Que la disculpa sincera y pública sigue siendo una herramienta poderosa para reparar.
3️⃣ Y que la política local —la más cercana al ciudadano— debe ser el espacio donde el respeto vuelva a ser norma y no excepción.
Quizás este cruce entre radicales y peronistas, que en otro tiempo habría encendido una guerra de comunicados interminable, hoy sirva para algo distinto: para recordar que la democracia no se defiende solo en las urnas, sino también en la manera en que hablamos de los otros.
Porque al final, las palabras no son solo palabras.
Son el puente —o la barrera— que une o separa a una comunidad.
Y cuidar ese puente es tarea de todos: políticos, periodistas y ciudadanos por igual.










